La sonrisa de mi viejo

Mi viejo no era lo que se dice un tipo sonriente. De hecho, hasta que cumplí catorce años sólo recuerdo verlo sonreír una vez. Fue el día...


Mi viejo no era lo que se dice un tipo sonriente. De hecho, hasta que cumplí catorce años sólo recuerdo verlo sonreír una vez. Fue el día que celebramos que mi prima Marta se convertía en el primero de los Sánchez en tener una licenciatura universitaria. Si cierro lo ojos y me concentro, aún puedo recordar la sonrisa de mi viejo aquel sábado de julio del 91 cuando, tras los postres y los brindis, Marta se levantó para dar el pequeño discurso que la ocasión requería.

Por aquel entonces, yo estaba locamente enamorado de Steffi Graf así que, mientras mi prima hablaba y hablaba, yo sólo tenía ojos para aquella tenista alemana que, en la tele del salón de mis tíos, estaba a punto de ganar su tercer Wimbledon, esta vez ante Gabriela Sabatini. Y de repente, como un faro en medio de una noche de tormenta, una sonrisa apareció en la cara de mi padre obligándome a apartar la vista de Steffi.

Recuerdo que nuestras miradas se cruzaron un instante y que mi viejo me susurró en voz baja un “cierra la boca”, mientras con la cabeza me indicaba que atendiese a lo que decía mi prima. La sonrisa se había marchado ya. Había durado apenas unos segundos, pero sin duda había sido una sonrisa. La primera que recuerdo ver en su cara.

A eso de las ocho y media, mi viejo decidió que llegaba el momento de la retirada así que, después de las interminables rondas de besos de despedida, salimos de casa de los tíos. Habíamos aparcado el Ford Fiesta gris metalizado casi enfrente de la puerta, con lo que no cargamos ni dos minutos con la cacerola de cordero asado y la bandeja con tarta de fresas que la tía nos había “obligado” a llevarnos.

En cuanto estuvimos cada uno en su asiento y con todo arranchado, mi padre arrancó el coche. En la radio estaban con los deportes así que, allí mismo, me enteré de que mi Celta había fichado a un tal Vlado Gudelj, un delantero yugoslavo del que no había oído hablar en mi vida. Si a mi viejo le hubiese interesado el fútbol le habría preguntado si conocía al tal Gudelj, pero a él el fútbol le interesaba lo que a mí lo de Filesa o los GAL.

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Ese verano pasó volando entre las pedaladas de Indurain y su primer tour, la medalla de bronce de España en el Eurobasket con los Epi, Villacampa o Antúnez, y los partidos de fútbol de tres horas con los colegas del barrio. Pero como todo lo bueno se acaba, llegó septiembre de nuevo. Yo entraba en octavo de E.G.B., el último curso antes del instituto y, aunque siempre había sacado buenas notas, mis padres estaban muy pesados con que tenía que estudiar mucho y sacar todos los “sobres” posibles, que eso me serviría de preparación para el instituto.

Entre el cole, los entrenos y partidos con el Salgueiriños F.C., las clases de guitarra de los martes y la pasantía de inglés, las Navidades llegaron antes de darme cuenta. Las notas habían sido muy buenas - cinco sobres y el resto notables- y aunque lo de intentar tocar un instrumento había quedado en eso, un intento, mis padres estaban contentos.

Ese invierno, Gudelj se lo pasó marcando goles hasta aburrirse y yo disfrutando de ellos cada fin de semana a través de la radio. Mis notas seguían estables y aunque no estaba jugando demasiado en el “Salgue”, la verdad es que no podía quejarme de cómo había arrancado 1992. En la tele sólo hablaban de la Expo y de la Olimpiada, pero a mí lo que me traía loco era que, con un poco de suerte, ese año el Celta iba a poder subir a Primera.

A mediados de abril, mi padre rompió con una tradición que llevaba toda mi vida en vigor: me preguntó qué iba a querer por mi cumpleaños.

     - Dentro de unas semanas estás de cumpleaños ¿no Miro?, me espetó un sábado después de comer, justo cuando mi madre había ido hasta la cocina a por las cucharillas del postre.

     - Si Pa, el 9 de mayo. Sábado, además.

     - Veo que lo tienes bien estudiado, me contestó mientras se servía café sin apartar la mirada de la   televisión. ¿Y qué quieres que te regalemos tu madre y yo este año?, continuó como si tal cosa.

La pregunta me pilló tan de sorpresa que me quedé mudo varios segundos, mientras mis ojos y mi boca parecían incapaces de obedecer la orden de cerrarse que insistentemente les mandaba desde mi cerebro.

     - ¿No dices nada? Voy a pensar que quieres que tu madre y yo te regalamos lo que nos parezca bien…

     - Es sólo que no me lo esperaba Pa, pero lo tengo claro, me apuré a responder. Quiero ir a Balaídos a ver jugar al Celta.

     - ¿Al futbol dices?, contestó mi viejo con rostro incrédulo. Pero si sabes que no me gusta el fútbol. No he ido en mi vida a un campo, masculló.

Mi madre entraba en ese preciso momento en el salón con las cucharillas del postre en la mano y con una sonrisa de oreja a oreja.

     - Pues nada Papa, dijo con esa sonrisilla burlona que siempre ponía cuando quería chinchar a mi viejo, siempre hay una primera vez para todo.

En cuanto salieron las palabras de su boca, la cara de mi padre pasó de la sorpresa a la complicidad y yo supe que, por fin, iba a poder ver a mi Celta en directo.

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Las tres semanas que quedaban hasta mi cumpleaños fueron las más largas de toda mi vida. Una sucesión absurda de días en los que no podía pensar ni hablar de otra cosa que no fuera del partido. Gudelj seguía marcando y la jornada 36, la que se celebraba el finde de mi cumple, al Celta le tocó jugar en sábado. Como si se hubiesen puesto de acuerdo para celebrar mi cumpleaños. No me lo podía creer.

El día de mi primera visita a Balaídos comimos temprano, a eso de las 12:30. Poco después de la 1 ya estábamos en el coche porque, por aquel entonces, vivíamos en Pontevedra y mi viejo no era muy de usar la autopista. A mi padre no le gustaba conducir por Vigo, mi madre estaba preocupada por dónde íbamos a aparcar y yo estaba al borde de un ataque de nervios.

El viaje fue una odisea, con mi viejo perdiéndose una y otra vez por Vigo y mi madre diciendo “cuidado”, cada vez que un coche se nos acercaba a menos de dos metros, pero al final lo conseguimos. Dejamos el Ford Fiesta aparcado en una especie de descampado entre edificios a poco más de 20 minutos del campo.

Todo fue increíble esa tarde. El paseo hasta el campo rodeados de celtismo, el ambiente en las calles -si ganábamos ascendíamos matemáticamente a primera a dos jornadas del final de liga-, los cánticos,…Mi viejo, sin embargo, protestaba por todo. Que si mucha gente en la calle, que si cuánto borracho, que si vaya caos de tráfico,…

La grada elegida para “debutar”, como para tantos de fuera de Vigo en su primer partido en Balaídos, fue la de Gol. Después de un par de confusiones y de preguntar bastante logramos encontrar nuestro sitios. No podía creer que estuviese en el campo.

A partir de ahí todo se vuelve borroso en mi cabeza. La salida de los jugadores por la grada de Gol, los gritos a mi alrededor, las bufandas y banderas, las camisetas verdinegras de los jugadores del Sestao,…Y casi sin darme cuenta, el árbitro pitó el inicio del encuentro.

Entonces el tiempo se detuvo. Vicente controló con el pecho dentro del área un balón servido desde la banda izquierda. Lo bajó y marcó un golazo contra la grada de Gol. Todo el estadio se convirtió en una sola voz y yo me encontré, sin saber bien cómo, entre los brazos de mi viejo que, ante la atónita mirada de mi madre, estaba saltando y gritando como el que más. Y sí, estaba sonriendo.

Todo lo demás está en las crónicas del partido. Ganamos 4-0 al Sestao con goles de Vicente, Gudelj y Otero -todos contra la grada de Gol y en la primera parte- y un último tanto de Gudelj contra la grada de Marcador.

Lo que no está en los papeles es que, con cada gol, mi padre se levantó y lo festejó como un loco, riendo y haciendo piña con los compañeros de grada. Mi madre y yo no dábamos crédito. Al acabar el partido fuimos, en contra de las recomendaciones maternas, a celebrar el ascenso a una plaza recién remodelada que, desde esa noche, sería el lugar de reunión del celtismo: Plaza América.

Un 9 de mayo de 1992, mi viejo descubrió que siempre había sido del Celta aunque ni siquiera lo supiese. Ese día, todos descubrimos qué era lo que impedía a mi padre sonreír y no dejamos que se le olvidara nunca más.

Un par de años después, concretamente un 20 de abril -como la canción de Celtas Cortos- vi llorar a mi viejo por primera vez. Fue en Madrid, en el estadio Vicente Calderón. Y sus lágrimas ese día, como sus gritos y risas en mi catorce cumpleaños, también fueron celestes.







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